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Cuando Kevin ganó

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La madurez de una persona comienza cuando uno puede sentir que la preocupación por los demás sobrepasa la que siente por uno mismo.

  Si uno tuviera que elegir una palabra para describir a Kevin, ella podría ser “lento”. No aprendió el abecedario con tanta rapidez como los demás niños. Nunca llegaba en primer lugar en las carreras que hacíamos en el patio de la escuela. No obstante, Kevin despertaba en la gente una simpatía muy especial. Su sonrisa era más brillante que el sol de junio; su corazón más grande que el cielo sobre la montaña. El entusiasmo de Kevin por la vida se contagiaba, así que cuando supo que el pastor de su iglesia, Randy, estaba organizando un equipo juvenil de basquetbol, su madre sólo pudo contestar; “Sí, puedes participar”.

  El basquetbol llegó a ser el centro de la vida de Kevin. Durante las prácticas se esforzaba tanto que uno podría haber pensado que se estaba preparando para el campeonato de la NBA. Le gustaba estar en determinado lugar cerca de la línea de tiro libre y tirar a la canastilla. Ahí se quedaba, paciente, tirando balón tras balón hasta que lograba pasar uno por el aro.
 – Míreme, entrenador -gritaba entonces a Randy, saltando, con el rostro iluminado por la emoción del momento.

  El día anterior al primer juego, Randy dio a cada jugador una camiseta color rojo brillante. Los ojos de Kevin se transformaron en verdaderas estrellas cuando vio su número 12. Se la puso y apenas volvió a quitársela alguna vez. Un domingo por la mañana el sermón se vio interrumpido por la entusiasmada voz de Kevin.
 – ¡Mire, entrenador! -y se levantó el suéter de lana gris para mostrar a Dios y a todos los presentes la hermosa camiseta roja.

  Kevin y todo su equipo en verdad adoraban el basquetbol. Pero el hecho de que a uno le guste un deporte no lo ayuda a ganar. Caían más balones fuera de la canastilla que dentro, y los muchachos perdieron todos los partidos de esa temporada, por márgenes bastante amplios, excepto uno… el de la noche en que nevó el otro equipo no pudo llegar.

  Al final de la temporada los muchachos jugaron en el torneo de la liga parroquial. Como habían quedado en último lugar, ganaron el desafortunado honor de jugar contra el mejor equipo de la competencia; el alto e invencible equipo que estaba en primer lugar. El juego se desarrolló como se esperaba, y cerca del medio cuarto final, la quinteta de Kevin estaba unos treinta puntos abajo.

  En ese momento, uno de los compañeros del equipo de Kevin pidió tiempo fuera. Al llegar a la orilla, Randy no podía imaginar por qué se había solicitado tiempo fuera.
– Entrenador -empezó el muchacho-, este es nuestro último juego y sé que Kevin ha jugado en todos los partidos pero no ha logrado meter ni una canasta. Creo que deberíamos permitir que lograra meter una canasta.

  Con el juego completamente perdido, la idea pareció razonable; así que se planeó la estrategia. Cada vez que el equipo tuviera el balón, Kevin tendría que colocarse en su lugar especial cerca de la línea de tiro libre y sus compañeros le pasarían el balón. Kevin saltaba más alto que nunca al regresar a la cancha.

  Su primer tiro rebotó en el aro, pero falló. El número 17 del otro equipo tomó el balón y se lo llevó al extremo anotando dos puntos más. Tan pronto como el equipo de Kevin recuperó el balón, se lo hizo llegar a Kevin, quien obedientemente, estaba en su lugar. Pero Kevin falló de nuevo. Esto se repitió unas cuantas veces más, hasta que el número 17 captó de lo que se trataba. Atrapó uno de los rebotes y, en lugar de correr al otro lado de la cancha, le lanzó el balón a Kevin, quien tiró… y falló de nuevo.

  Al poco tiempo, todos los jugadores rodeaban a Kevin, le lanzaban el balón y le aplaudían. A los espectadores les tomó un poco más de tiempo darse cuenta de lo que estaba sucediendo, pero poco a poco comenzaron a levantarse y a aplaudir. El gimnasio entero retumbaba con el palmoteo, el griterío y el canto de “¡Kevin!, ¡Kevin!”. Y Kevin sólo seguía tirando.

  El entrenador comprendió que el juego tenía que terminar. Miró el reloj que se había congelado faltando cuarenta y seis segundos. Los jueces estaban de pie junto a la mesa de anotaciones, vociferando y palmoteando como todos los demás. El mundo entero se había detenido, esperando y deseando por Kevin.

  Finalmente, después de una infinidad de intentos, el balón hizo un rebote milagroso y entró. Los brazos de Kevin se levantaron al aire y él gritó:
  – ¡Gané! ¡Gané!

  El reloj marcó los últimos segundos y el equipo que tenía el primer lugar siguió invicto. Pero esa noche todos salieron del juego sintiéndose verdaderamente ganadores!!!

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